Los eventos relatados alrededor de esta historia corresponden a la imaginación del autor. Sin embargo, la historia central es real, según la narración del médico Lucas en el libro de los Hechos de los apóstoles. Este relato se publicó originalmente en mi nuevo sitio web. Para los que estén interesados en leer mis publicaciones, les dejo el enlace: https://abcdelevangelio7.blogspot.com/ Al final les dejo los enlaces de algunas de mis nuevas publicaciones.
Hoy es mi cumpleaños
número cuarenta y dos. El día augura mucha actividad. Quisiera poder decir que
será actividad de celebración; pero no. Al igual que en mis
cumpleaños anteriores, no habrá fiesta, ni amigos, ni regalos. Aunque parezca
paradójico, no es un día alegre ni para mí ni para mi familia. El día esta
lúgubre, pareciera tener conciencia de la realidad que se vive bajo nuestro
techo.
Mis padres están
tristes. Disimulan e intentan comportarse como si fuera un día corriente. Sé
que ellos recuerdan perfectamente que hoy es mi cumpleaños, pero no me han
felicitado, y tampoco lo harán. No los culpo. Entiendo sus razones. No lo hacen
porque sean indiferentes o por falta de amor, sino porque al hacerlo, no
quieren despertar recuerdos que podrían revivir heridas producidas por
tragedias pasadas.
Yo les sigo la
corriente y al igual que ellos finjo que es un día como cualquier otro. Admito
que en el fondo siento curiosidad al tratar de imaginar lo que sentiría si
escuchase las palabras que hasta ahora nunca he escuchado: “Feliz cumpleaños
Eleazar”.
A lo largo de los
años mis padres se han esforzado en levantar una barrera invisible que impida
la llegada de cualquier recuerdo de aquel fatídico día, sin embargo no ha dado
resultados; el hecho está fijo en mi mente y la realidad está grabada en mi
cuerpo. Cada mañana al despertar, la cruda realidad me golpea sin compasión.
Hoy no es la excepción. Al borde de mi cama cuelgan flácidas y sin fuerzas mis
dos piernas. Nunca se han movido, desconocen el vigor y la vida; desconocen la
sensación de correr, de jugar y de saltar. Sólo están allí, muy delgadas,
huesudas, insensibles, muertas.
Con el correr de los
años he adquirido resignación para vivir sin ellas, pero también mucha
destreza. Con un movimiento ágil, al tiempo que sostengo el peso de mi cuerpo
con mis brazos, me bajo de la cama y me arrastro hasta el patio, hacia el
pequeño baño hecho de cañas y barro. Mi madre me ha traído agua de la cisterna
de piedra que se encuentra en la parte posterior de la casa. Sentado en un
banco de madera me doy un baño y me coloco una de mis mejores túnicas. Está
descolorida y remendada, pero es la mejor que tengo. Regreso a mi cuarto y me
siento nuevamente en el borde de mi cama.
Mi madre se halla en
la cocina preparando el desayuno. Hasta mi cuarto llega el agradable olor de
pan de cebada recién horneado. Mi padre, reclinado en la sala en una silla de
madera, permanece meditabundo mientras mira perezosamente por la ventana los
árboles de olivo que se encuentran sembrados a lo largo y ancho del otro lado
del camino.
Mientras estoy aquí
sentado los recuerdos vienen a mi mente. Todo comenzó el día de mi nacimiento.
Los detalles me los contó mi tía Ana (que en paz descanse). Mi madre Raquel
no habla del asunto. Prefiere mantener sepultados los recuerdos de lo ocurrido
en ese día. En ese entonces mis padres vivían en una pequeña aldea que se
encontraba en una zona aledaña a Jerusalén, camino al monte de los olivos y a
Betania. La casa estaba ubicada en un lugar alto, desde el cual se podía
divisar a grandes rasgos la ciudad de Jerusalén. Hacia el lado de la ciudad
alta se alcanzaba a ver la majestuosidad del palacio de Herodes. Un poco más
hacia el norte estaba erigido el templo de Jerusalén que Herodes comenzó a
reconstruir hace más de cincuenta años.
El día comenzó
alegre. Por la mañana mi madre Raquel radiaba de dicha. No era para menos, era
su primer embarazo, yo sería su primogénito. Después de muchos meses de espera,
el día soñado había llegado. Las señales de las contracciones y el rompimiento
de su fuente anunciaban el momento de mi arribo a este mundo.
Misael, mi padre,
salió aprisa a buscar a Olimpas, la partera de la región. Olimpas era una mujer
de ascendencia griega, alta y robusta. Su complexión parecía desentonar un poco
con su profesión. Pero a pesar de su apariencia, que en parte se veía un tanto
intimidante, sabía hacer bien su trabajo. Era una mujer experimentada. Un gran
porcentaje de los niños nacidos en mi aldea fueron recibidos por sus
voluminosos brazos.
Mi padre regresó
pronto con Olimpas, la cual, con destreza inició y culminó todo el proceso del
parto. La alegría reinaba en la casa. Pero entonces pasó lo que pasó. En un
momento, mientras Olimpas me sostiene en sus brazos, en forma inexplicable, en
un hecho absurdo e injusto que marcaría el rumbo de nuestras vidas, tropezó. En
ese instante el terror se apoderó de todos al ver cómo el pesado cuerpo de
Olimpas perdía el equilibrio y amenazaba con caer y terminar aplastándome. En
un movimiento que tampoco es posible explicar, mientras Olimpas me sostenía con
uno de sus brazos, logró girar su cuerpo para que al caer, el impacto contra el
suelo lo recibieran sus espaldas y de esa manera protegerme. En parte lo logró.
Mi vida fue preservada; pero como consecuencia de la caída mis piernas
sufrieron las consecuencias.
Desde ese día un
manto de luto se ciñe sobre nuestras existencias. Esa es la razón por la que no
se celebra mi cumpleaños. Queremos evitar al máximo todo lo que tenga relación
con ese trágico hecho.
La vida no ha sido
fácil para mí. De niño debí conformarme con ver desde lejos a los otros niños
correr y divertirse. Cuando me veían, en ocasiones eran crueles. “¡Cojo!,
¡tullido!”, eran los epítetos que normalmente me gritaban. Aquellas palabras
eran como flechas de fuego que penetraban en la débil corteza de mi corazón.
Ahora ya adulto entiendo que ellos no alcanzaban a dimensionar el sabor amargo
de la copa que me tocó beber. Yo mismo tardé en aceptarlo; fueron muchos años
de mi infancia que en la soledad de mi cuarto lloré sobre mi almohada: “¿Por
qué me pasó esto”? “¿Por qué a mí”? No sé cuántas veces pregunté y reclamé a
Dios; pero no hubo respuestas.
El tiempo le sumó a
nuestras tristezas ingredientes adicionales que agravaron nuestra situación. Mi
padre trabajaba en ese entonces como jornalero en los cultivos que se daban en
los alrededores de Jerusalén. A mis escasos quince
años mi padre comenzó gradualmente a enfermar. Por los pocos ingresos que
obtenía como jornalero no recibió los cuidados médicos que requería. Sus
fuerzas, que ya estaban diezmadas, terminaron extinguiéndose hasta el punto de
quedar totalmente incapacitado para trabajar.
Mi madre, obligada
por las circunstancias, asumió la carga del sostén de la familia. En ese
entonces algunos de los agricultores de la región se mantenían obedientes al
antiguo mandato de la ley de Moisés, en el que
ordenaba no segar la mies hasta el último rincón de ella, ni a
espigar la tierra segada, y de no rebuscar ni recoger el fruto caído de las
viñas, sino que se debía dejar para el pobre y para el extranjero. Eso le
permitió a mi madre acceder a los campos y recoger espigas y frutos en pos de
los segadores.
Pero las cosas
cambiaron. La economía de la región se vio golpeada por el invierno que afectó
los cultivos. Como consecuencia, a mi madre ya no le permitieron seguir
espigando en los campos. Buscando mejores oportunidades nos mudamos a una
pequeña aldea ubicada al noreste de Jerusalén en el camino que va al jardín de
Getsemaní. Aquí vivimos desde hace varios años. Las cosas mejoraron
un poco, pero no por mucho tiempo. Finalmente la pobreza extrema nos alcanzó.
Fue entonces que decidí hacer algo, y lo hice. Aún en contra de la voluntad de
mis padres.
Mis recuerdos son
interrumpidos al escuchar a mi madre que grita desde la cocina:
̶̶ ¡Misael, Eleazar,
el desayuno está listo!
Mi madre me trae el
desayuno a la cama. No es común que lo haga porque siempre desayunamos en la
pequeña sala. Quizás es un gesto de cariño para compensarme por mi cumpleaños.
̶̶ Gracias
mamá, te agradezco ̶̶ le digo mientras lo recibo de su mano.
Ella me sonríe con
timidez. Tomo su mano y suavemente la halo para que se siente al
borde de mi cama. La miro a los ojos, pero ella esquiva mi mirada. La observo
por un momento. Cada surco de su piel habla de todo el sufrimiento que por años
se ha acumulado en los rincones de su alma. Sus ojos se ven cansados y
desgastados. Son sesenta y ocho años que hay en su calendario, aunque parece
que fueran más.
En un acto reflejo
extiendo mi mano y acaricio su rostro. Paso suavemente mi mano sobre su cabeza
y masajeo con mis dedos su cabello blanco. Cuánto me gustaría que el toque de
mi mano tuviera el poder sanador que le devuelva la alegría y la vivacidad a
sus ojos. Con mi dedo pulgar limpio un delgado hilo de lágrimas que
escapa de sus ojos. Con ternura toma mi mano, la estrecha contra su rostro y me
sonríe. Luego se levanta y se retira a llevar el desayuno a mi padre.
Después de desayunar
me alisto para mi jornada del día. Estoy listo para un día más de
sobrevivencia. Ese es el término apropiado teniendo en cuenta el tipo de labor
que realizo. En este momento mi padre terminó de enalbardar el borrico
colocándole una tela de lana doblada con una almohada de paja cubierta con un
cobertor. Mi padre y mi madre me ayudan a subir a los lomos del animal.
Inicio mi recorrido
por el polvoriento camino, rumbo a Jerusalén. Afortunadamente la distancia es
corta, aproximadamente veinticinco minutos a paso lento. Mi padre me acompaña
en el recorrido caminando a pie y guiando al borrico. Avanzamos en silencio.
Llevo varios años yendo y viniendo cada día. Mi padre permanece en silencio.
Casi nunca habla mientras hacemos este trayecto. Pero a los pocos minutos
percibo que jadea y muestra señales de agotamiento.
̶̶ Papá no es
necesario que me acompañes. ¿Por qué mejor no te quedas en casa? Debes cuidar
tu salud. Necesitas estar en completo reposo
̶̶ Estoy bien hijo
̶̶ me responde mientras tose ̶̶ estoy bien.
Mi padre es
testarudo. Hace ese esfuerzo porque no quiere sentirse inútil. En su ser
interior hay angustia y conmoción. Tenía muchos sueños cuando se casó con mi
madre. Soñaba con convertirse en un gran comerciante, en tener trabajadores a
su cargo, en tener por lo menos tres hijos, en construir una casa grande en
piedra labrada, en darle a mi madre todas las atenciones y comodidades. Pero
todos esos sueños se desplomaron uno tras otro. Desde entonces libra una
batalla diaria consigo mismo.
Pero hay algo que
admiro en él. Aún conserva la fe. Todavía sigue soñando. Ahora sus sueños son
distintos. Sueña con la restauración; sueña con una visitación del cielo; sueña
con el ungüento divino que sane las heridas que hay en los tres corazones
solitarios que se encuentran a merced del infortunio. Y no sólo sueña, sino que
ora por ello.
Muchas de las
personas que nos conocen han hecho juicios duros contra él. Aseguran que algo
muy malo debió haber hecho para que esté siendo castigado con tantas
adversidades. Esas declaraciones han sido como sal restregada en sus heridas.
Pero todavía sigue esperando. Aunque parezca que estamos solos y abandonados,
él sigue esperando y creyendo que las cosas cambiarán, que Dios se acordará de
nosotros. Eso es lo que a lo largo de estos años lo ha sostenido.
Por fin hemos
llegado. Nuestro destino es el templo de Jerusalén. Delante de nosotros se
yergue la majestuosidad del templo. El mismo que congrega cada año millares de
peregrinos que vienen de todas partes a celebrar las fiestas. Construido en
medio de una llanura en la parte más visible, domina el resto de la ciudad y
ocupa gran parte de ella. La construcción está hecha toda en piedra labrada con
altas murallas que rodean el templo, al cual se tiene acceso por grandes
puertas.
Desciendo
del borrico y me siento de espaldas al templo en la primera grada, coloco las
dos palmas de mis manos tras de mí en la segunda grada; levanto el peso de mi
cuerpo al tiempo que me impulso. De esta manera continúo hasta llegar a la más
alta, justo al lado de la puerta llamada “La Hermosa”. Mi padre se sienta un
rato conmigo mientras descansamos, él regresará en el borrico y yo me quedaré
el resto del día.
Estoy
aquí sentado, no porque sea un guía turístico. Tampoco soy un escriba que
interpreta la ley de Moisés, no soy un cambista que cambia las monedas
extranjeras por la moneda oficial del templo. Estoy aquí porque soy un mendigo.
Me da vergüenza admitirlo, pero eso es lo que soy. Es lo que decidí hacer para
poder sobrevivir. Era eso o ver morir a mi familia. Al principio mis padres se
opusieron cuando tomé la decisión, pero no hubo más opciones para nosotros.
Conozco
este templo como la palma de mi mano. Al menos por fuera. He estado en todos
sus pórticos, incluyendo la Fortaleza Antonia que se haya adosada al templo por
el noroccidente. Es increíblemente grande y majestuoso. Por dentro no lo
conozco, nunca he podido entrar, porque está prohibido por la ley de Moisés que
una persona con defectos físicos ingrese al templo.
Pero
desde afuera se alcanza a ver la torre del santuario que se eleva como
cincuenta metros. Está construida con densas placas de oro y mármol que
destellan con los refulgentes rayos del sol, proporcionando una vista que despierta
la admiración. Toda la nación se siente orgullosa del templo, es el símbolo
de la presencia de Dios entre ellos.
Son
las ocho de la mañana, pronto comenzarán a llegar las personas, algunos para la
oración de las nueve, otros para los sacrificios que diariamente se hacen en
este lugar.
La
gente comienza a llegar. Un grupo de líderes religiosos conformado por fariseos
y saduceos sube por las gradas. Es extraño que anden juntos. Debido a sus
diferencias religiosas se mantienen alejados entre ellos. Tampoco es frecuente
que entren por esta puerta, generalmente lo hacen por la “gran puerta” que es
la que acostumbra a utilizar la realeza herodiana y los habitantes ricos que
viven en la ciudad alta.
Todos
los miembros de los saduceos son ricos y poderosos. Vienen vestidos con largas
y finas vestiduras. En su brazo y en su frente portan unas cajitas de cuero que
sujetan con pequeñas correas, donde guardan pasajes de sus escrituras sagradas.
Todos tienen abundantes barbas. Cuando pasan a mi lado extiendo mi mano
esperando recibir algo de ellos. Algunos ni siquiera me miran, otros vuelven su
vista hacía mí, pero en sus miradas percibo un profundo desprecio.
Con
las mujeres es distinto. Son más piadosas. La mayor parte de las limosnas que
recibo provienen de ellas.
Son las nueve de la
mañana. Iniciaron los rituales del día en medio de mucho ruido. Afuera algunos
gritan llamando a sus conocidos; adentro resuenan los balidos provenientes de
los corderos y el arrullo de las palomas; el sonido de las arpas, el salterio,
la cítara, los platillos y las trompetas que acompañan las ceremonias; las
voces procedentes del atrio de las mujeres que oran, y los quejidos angustiosos
de los corderos sacrificados.
El olor a sangre y
carne quemada de los sacrificios alterna con el aroma penetrante del incienso.
Todos se encuentran dentro del templo excepto yo. Nunca he entrado y
seguramente nunca entraré. Hay una barrera infranqueable entre mi condición y
las exigencias de la ley, que no me permitirán tener la experiencia de alabar a
Dios congregado con el pueblo en el lugar donde mora su presencia.
Cierro mis ojos y
sigo el compás de los instrumentos musicales que están sonando, mientras
tarareo los himnos, que a fuerza de oír he aprendido de memoria. Ha terminado
la primera ceremonia del día y la gente se marcha. Yo continúo solitario. No he
recibido muchas limosnas hoy. Debo esperar hasta la tarde que inicia un nuevo
ceremonial. Aprovecho para comer y beber algo de lo que mi madre me preparó
para el almuerzo.
Tendré que esperar
por lo menos tres horas, así que cierro mis ojos, recuesto mi cabeza en el
muro, y con mi rostro dirigido hacia arriba oro en silencio:
̶̶ Señor, no puedo
entrar a tu casa, tampoco sé si mi oración pueda entrar a tu cielo. No sé si
soy digno de que me escuches. Pero si me oyes, quiero recordarte que hoy es mi
cumpleaños. No te pido nada para mí. Llevo años haciéndolo ya. Te pido por mis
padres. Por favor escucha sus oraciones; ellos se encuentran abatidos.
Permíteles oír la buena noticia de que han sido escuchados por ti. Venda sus
quebrantados corazones y proporcionales el consuelo. Que todos los que los
señalaron con dedo acusador vean, y reconozcan que nunca han sido echados de tu
presencia y que tú te vuelves a ellos para mirarlos con ojos de misericordia… Amén.
Son las tres de la
tarde. Ha llegado mucha gente al templo. Pero no ha sido un día bueno para mí.
He recibido muy pocas limosnas. Es poco probable que llegue más gente.
Mientras espero
resignado suben por las gradas dos hombres que se acercan. Los he visto antes.
He oído acerca de ellos, a uno le llaman Pedro y al otro Juan. Son discípulos y
predicadores de Jesús a quien ellos llaman el Mesías. He escuchado algo de su
mensaje. Ellos afirman que Jesús es el Hijo de Dios que murió y resucitó de
entre los muertos para el perdón de los pecados de los que creen en su nombre.
El evento de su muerte es reciente y causó gran conmoción en toda la nación. Me
hubiera gustado conocer personalmente a ese Jesús. Dicen que sanaba a los
enfermos.
Están muy cerca de
mí. La verdad es que parecen ser personas bondadosas. Quizá pueda recibir de
ellos alguna limosna generosa. Extiendo mi mano hacia ellos esperando recibir
algo. Se detienen y volviéndose hacia mí, mientras me miran fijamente me dicen:
̶̶ ¡Fíjate en
nosotros!
Yo los miro
fijamente. Sus ojos permanecen anclados a los míos. A diferencia de los
fariseos y saduceos, en su mirada no percibo reproche ni desprecio alguno. Es
una mirada limpia, misericordiosa y penetrante que me produce un leve
estremecimiento. Mantengo fija mi atención esperando recibir algo de ellos. Es
raro que la gente me dirija la palabra, pero estos dos hombres se han tomado la
molestia de dirigirse a mí en actitud amistosa. Uno de ellos, el que se llama
Pedro, me dice con voz de autoridad:
̶̶ No tengo
ni plata ni oro, pero te doy lo que tengo: ¡En el Nombre del Mesías Jesús de
Nazaret, ponte en pie y echa a andar!
Al escuchar aquellas
palabras quedé petrificado. ¿Ponerme de pie? ¿Caminar? ¿Cómo puede ser posible?
¿Será que se burlan de mí? Pensé. Estoy aterrado. Pero hay tal autoridad en sus
palabras, que todo mi cuerpo experimenta una corriente eléctrica que recorre
cada centímetro de mi cuerpo.
Pedro, al verme
titubear me agarra de la mano derecha y me hala para levantarme. Mientras lo
hace, mis pies y tobillos literalmente crujen, y una fortaleza hasta ahora
desconocida, cubre mis piernas, pies y tobillos. Quedé en pie. Al sentir que
mis piernas sostienen por primera vez el peso de mi cuerpo, una maravillosa
explosión dentro de mí, hace vibrar fuertemente las fibras de mi alma, dejando
brotar un prolongado y sostenido grito de alegría. No puedo contenerme y
empiezo a dar saltos y andar mientras grito con todos mis pulmones alabando a
Dios. Grito con todas mis fuerzas el delicioso sabor de la libertad que
experimenta todo mi ser; grito la alegría indecible que me embarga, grito la
maravillosa sensación de sentir que nazco de nuevo y que soy recibido por los
poderosos brazos de Dios.
La noticia se propaga
en toda la ciudad y sus alrededores. La gente se agolpó y están todos
asombrados y alucinados de lo que están viendo. Algunos están como
espectadores, otros se han unido a mi fiesta y se gozan conmigo.
Yo no dejo de saltar.
Quiero recuperar los años de mi niñez en que no pude hacerlo. Por primera vez
en mi vida entro al templo. Las barreras que me lo impedían han sido removidas
por el poder de Dios. Pedro y Juan, al ver que la multitud reunida era de unas
tres mil personas, comienzan a predicar. Mientras lo hacen, alcanzo a escuchar
entre la multitud que alguien me llama a la distancia.
̶̶ ¡Eleazar!,
¡Eleazar!, sigo escuchando que me llaman.
Es extraño que
alguien me llame por mi nombre, siempre me llamaron “el cojo”. Mis ojos
escudriñan entre la multitud y a lo lejos puedo divisar la figura de mi padre y
de mi madre que se abren paso entre la gente y se acercan emocionados. La
noticia de mi sanación les había llegado.
La última vez que los
vi fue en las horas de la mañana. Ahora que los vuelvo a ver se ven diferentes.
Se acercan a mí con sus brazos levantados. Yo levanto los míos y los abrazo
fuertemente. Lloramos. Todo el dolor, la amargura, el miedo, las angustias y el
oprobio acumulado por años, es arrastrado en este momento por un poderoso e
intempestivo río de agua viva que corre por nuestro interior, lavándonos por
dentro, liberándonos, sanándonos. Los cerrojos de la cárcel en que se hallaban
nuestras almas se rompen, las cargas sobre nuestros hombros es quitada y el
yugo en nuestros cuellos es quebrantado. Toda la autocompasión que se había
anidado dentro de nosotros, se desprende como si arrancaran una cáscara.
Lloramos por largo
rato mientras permanecemos abrazados. Sólo que ahora no es un llanto de
tristeza. Lloramos de felicidad. El bálsamo divino y el suave aceite
enviados desde los cielos, están trayendo a nuestras vidas, gloria en lugar de
ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu
angustiado, honra en lugar de doble confusión.
Jamás había visto en
mis padres la expresión de dicha que ilumina sus rostros. Los veo como siempre
quise verlos, los veo sonreír, felices, con deseos de vivir, de empezar de
nuevo.
Pedro ha terminado de
predicar, la multitud, compungida por el mensaje del evangelio y por el milagro
sucedido, se rinde a Dios. Nosotros hacemos lo mismo.
Mi padre y mi madre
se retiran suavemente de mí, a una corta distancia; entonces hacen algo que
jamás habían hecho. Levantan sus brazos y se acercan nuevamente a mí
para abrazarme, y me dicen al tiempo:
̶̶ ¡Feliz
cumpleaños hijo! ¡Feliz cumpleaños!
Para mí es como mi
primer cumpleaños. Nunca me imaginé que sería celebrado en estas circunstancias
y acompañado de una gran multitud.
Sólo me resta decir,
que hoy es mi cumpleaños número cuarenta y dos; y hoy, he recibido un regalo
inesperado.
FIN
Para las personas que estén interesadas en mis publicaciones,
les informo que mi nuevo sitio web es:
https://abcdelevangelio7.blogspot.com/
Para el momento en que escribo esta nota, tengo algunas publicaciones. Para los que quieran acceder, les dejo los enlaces
LA VIDA EN
PERSPECTIVA. Una reflexión que muestra las falencias de los diferentes
enfoques de la vida, y las razones por las que deberíamos asumir la perspectiva
divina
https://abcdelevangelio7.blogspot.com/2023/04/la-vida-en-perspectiva.html
TE FALLÉ
MUNDO. Mi testimonio
https://abcdelevangelio7.blogspot.com/2023/04/te-falle-mundo.html
OBEDECE A
DIOS Y DEJA EN SUS MANOS LAS CONSECUENCIAS. Reflexión inspirada en el legado
del pastor Charles Stanley, con motivo de su fallecimiento
https://abcdelevangelio7.blogspot.com/2023/04/obedece-dios-y-deja-en-sus-manos-las.html
ACERCA DE
MÍ. Breve descripción de quién soy y el porqué de este blogs.
https://abcdelevangelio7.blogspot.com/p/acerca-de-mi.html